La dicotomía del país de las sonrisas

Monje budista, Tailandia. Fotografía: Lucía Cornejo. Texto: Margarita T. Pouso

Monje budista, Tailandia. Fotografía: Lucía Cornejo. Texto: Margarita T. Pouso

En las calles de las grandes ciudades de Tailandia se fusionan tradición y vida cosmopolita. Delante de un establecimiento de McDonald’s, reflejo del capitalismo más agresivo, los pequeños comerciantes montan a diario sus puestos como método para afrontar el paro.
Las calles se inundan de puestos de comida preparada, de gente sentada en el suelo vendiendo collares de flores y de tenderetes repletos de frutas. Se da pie al regateo entre quienes se ganan la vida a través del turismo y quienes pretenden llevarse la esencia de Tailandia en un pequeño buda de madera o en una postal que enmarque los monumentos del país.

En cualquier esquina, inclusive la del McDonald’s y la del Burger King, se alza un pequeño altar para hacer ofrendas a las deidades. Tailandia es un país de contrastes, qué país no lo es, pero en el Antiguo Reino del Siam los monjes budistas se pasean descalzos, vestidos con túnicas naranjas o marrones y conectados a sus smartphones. Los olores impregnan el oxígeno. Ellos se desprenden de cada puesto de comida y son tan penetrantes que adquieren sabor al respirarlos. A pocos metros de los mercados y de las callejuelas tortuosas donde la gente tira el agua sucia, se alzan grandes edificios y centros comerciales inspirados en el estilo occidental más puro. Allí no hay chicos llamando la atención para vender unas deportivas falsificadas, ni las dependientas pasan la calculadora a los clientes para que regateen el precio del producto.

Vendedora, Tailandia. Fotografía: Mireia Sanz. Texto: Margarita T. Pouso

Vendedora, Tailandia. Fotografía: Mireia Sanz. Texto: Margarita T. Pouso

Si hay un gran contraste en cada metro de la ciudad, aún es de mayor calibre el existente entre esas ciudades y los pequeños poblados que se sitúan a unos kilómetros, en medio de una naturaleza casi virgen. Se solapan dos mundos distintos en el país de las sonrisas. A ojos occidentales, presente y pasado se encuentran en una superficie de 514.000 km2. Las aldeas trasladan a un mundo en el que el ser humano cobra más importancia que la marca de coche que uno posea y la ropa con la que uno vista.

La austeridad abraza el ambiente y las sonrisas visten las caras tanto de los que viven en la aldea como de quienes la visitan. Los animales vagan sueltos bajo las casas construidas en lo alto a través de columnas de madera, creadas seguramente para evitar el contacto con insectos, humedad y otros fenómenos naturales. Las familias viven de lo que la naturaleza les ofrece y se reúnen alrededor de la hoguera, en torno a un fuego que las criaturas han aprendido a mantener antes siquiera de empezar la escuela. Es la fuente de calor de los autóctonos en un lugar donde los recursos son limitados, insuficientes para el que hace de estos poblados una experiencia de fin de semana.

Templo Aurora, Tailandia. Fotografía: Mireia Sanz. Texto: Margarita T. Pouso

Templo Aurora, Tailandia. Fotografía: Mireia Sanz. Texto: Margarita T. Pouso

Un depósito, una letrina, una placa solar, alguna linterna y, si llega, alguna habitación con luz son las pinceladas tecnológicas que han llegado a estos poblados. Éstos, precisamente, se mantienen como antaño. Las casas de madera están formadas generalmente por dos habitaciones espaciosas y austeras: la de dormir y la de comer. Las tradiciones perduran, los zapatos no pisan el hogar por respeto a los espíritus y siempre quedan a la puerta de las casas. Pero el hombre moderno, a su paso, ya ha dejado su impronta y los poblados ya no son lo vírgenes que un día llegaron a ser, pues no son ajenos al estilo de vida que se extiende desde las ciudades.

Las tribus son muy conscientes del contexto que les rodea y se sitúan en él como una visita atrayente para aquél que pisa cemento a diario y que regularmente depura su piel con jabón. Las tribus conocen cuán pintoresca resulta su forma de vivir para aquellos viajeros que observan con ojos abiertos sus telas raídas, sus manos curtidas y su conexión con la naturaleza. Teresa, la señora que sale a la puerta de su casa con el cesto lleno de bebidas, sin saberlo, comercia al estilo de las multinacionales: por la primera botella de agua pide 20 Baths, con la quinta el pack sale por 60. Tal vez su hijo, que está casado con una europea, haya pagado mucho más por una botella de agua, y mientras tanto su madre, descalza, aprovecha la llegada de turistas para ganar algunos céntimos.

Ofrenda floral, Tailandia. Fotografía: Lucía Cornejo. Texto: Margarita T. Pouso

Ofrenda floral, Tailandia. Fotografía: Lucía Cornejo. Texto: Margarita T. Pouso

Perduran aún muchos matices tradicionales en la esencia de cada aldea. Bangkok y el poblado Karen parecen dos mundos diferentes, y también es muy distinto este poblado del Lahu, situado a orillas del río Mae Tang. Resulta inevitable que las influencias del estilo de vida que han adoptado las urbes tailandesas se transfieran a estos poblados. Los aldeanos salen de su residencia y hablan tailandés, además del dialecto propio de la zona. El mundo se homogeneíza a velocidad de la luz. Los poblados lo hacen a un ritmo más pausado.

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1 comentario

  1. jesus

    Llevate mi Alma…
    Ya que ni tu querida Magui ni yo vamos a acompañarte físicamente en tus viajes ni en esas vivencias directas que tanto te enriquecen y tanto nos emocionan; esta gran inmersión antropológica que desenvuelves integrándote en todo lo que te rodea sea social, cultural o simplemente ancestral de la tierra que visitas, con sus valores, costumbres, felicidad inmaterial, corazones puros e incluso impuros y con penurias; gratamente celoso de todo ello…..solo puedo pedirte: llevate mi Alma ya que la de Magui siempre va contigo.
    Un beso.

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