En el jardín vigués que convierte en paralelas la Rúa Montero Ríos y la Avenida de Beiramar, sentada, está Mayke. Le rodean dos mochilas Quechua; una de ella y otra de su hijo Miro. En la mano sostiene una Mahou de lata. Viste una chaqueta y una diadema estampadas, una camiseta rosa y unos pantalones grises. Su energía serena es la propia del peregrino que se deleita viendo la vida pasar en una ciudad huérfana de horas y minutos. Observa, sonríe e ilumina con un mirar cristalino y pacífico.