Digas lo que digas, quítame las telas que me impiden poros compartir.
Ya han pasado dos años desde tu último cumpleaños en persona y me parece inverosímil.
Inverosímil que tu cuerpo ya no esté presente y que le des alas a mi escritura, estancada y hecha trizas. No tan rota como mi corazón, abuelo, que tiembla cada vez que te pienso y que me duele cada vez que revivo esa última semana fatídica.
Mi abuelo. Eres el hombre de mi vida, el que durante mi crecimiento ha desempeñado todos los roles que han vertebrado la evolución de mis genes. Has sido, eres y serás siempre la figura masculina imprescindible en mi vida. El taxista que más carreras ha hecho para llevarme al colegio y recogerme; el cocinero con más estrellas Michelin entre las paredes de nuestro hogar; el sherpa de mis mochilas repletas de libros y de mi guitarra; el guía de los viajes de Barcelona-Vigo en tren, coche o barco; el humorista de los chistes más repetidos de la historia; el cantante que más conciertos ha dado entre fogones y después del carajillo; el padre con “los hijos más guapos del mundo”; el abuelo con “los nietos más guapos del mundo” y el bisabuelo con “los bisnietos más guapos del mundo”.
Se ahorró la naturaleza la creación de otro ser humano para incluir mi figura de padre y abuelo en un solo cuerpecito. Y vaya ser. Tú no puedes ser humano, tú eres un superhéroe.
Mi mente, sentada en el sofá, devora continentes y recorre países. Se imagina Estambul, muy brillante, e Irán, extenso. Incluso de ella ha nacido la idea de unirlos a pie. Pero esa América, la más latina, tan capaz de comprender el sentido de una coma, un punto y una metáfora, me llama al ritmo de cumbias, rancheras y samba. Hay, sin embargo, un Atlántico que nos separa y que me bebería con tal de pisar ese sur, tan norte como el de arriba.
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